Salinas

Ahí a uno lo suavizaban a golpes de sol. Podías cubrirte del que te caía encima, pero nunca del que regresaba desde abajo. Tenían una manera peculiar de cortarte, los rayos en las eras. Te trataban como si no existieras. Nadie proyectaba sombra, a todos los atravesaban los haces, llegaban limpios a los cristales a sus pies y se fragmentaban de vuelta. Por eso todos sentían que les tocaba la luz de todos. Las eras eran la repartición equitativa de los bienes, el hombre viviendo en igualdad. No había envidias ni privilegios; los privilegiados estaban afuera. Sentado en la orilla, el Niño compartía cigarros con los cabos. En su lugar, el Hombre se extenuaba con la melga doble, llenaba dos costales, se agachaba para recoger el primero. No, mejor los dos a la vez, uno en cada hombro, así. Y caminar silbando. Pecho erguido, perfecto. Fuerte y masculino. Un vistazo de soslayo para comprobar que el Niño aprobara, que midiera en sacos salinos el tamaño de su entrega. Fingía muy bien, reía con los cabos, ni siquiera concebía las eras dentro de su universo. Siempre había sido más fuerte, más digno del apodo que deberían intercambiar. Había que esforzarse, no había que causar decepción. Agradar, a toda costa. No podía soportar perderlo. Caminar con aplomo, silbando despreocupado, ignorar la sal a cuyo peso aplastante no engañaba su cuerpo desmesurado. No flaquear nunca. Llegar a la orilla, soltarlos en la pila. Limpiarse el sudor. Era asqueroso. Fuerza bruta y violencia, habían elegido mal los signos de la hombría. Pero había que ejercerlos. Quitar del paso al siguiente en la fila con una bofetada que lo tumbara, reprimir el impulso de levantarlo. Volver a su sitio, gruñir levemente, sostener cualquier mirada que se atreviera a alzarse, ganarlas todas. El Niño persistía en su indiferencia. Había que redoblar esfuerzos.

Sólo se podía trabajar algunos meses. Un año a lo mucho. Después de eso comenzaban a chorrear los ojos, se transformaban en pequeñas eras a las que había que ordeñarles la salmuera. El Cantil llevaba ahí tres meses. El Cuchillo ya estaba cuando había llegado. Ya tenían los pies llagados por caminar sobre ese piso salado que crujía a cada paso, las manos agrietadas por tallar las piedras antes del relleno de la laguna. Los más veteranos eran los políticos. Los había comunistas y cristeros. Gente correosa, aunque no estuvieran de acuerdo en nada. Sólo en su odio hacia el gobierno. Eran los que más azotes recibían, y los que mejor los aguantaban aunque fueran los más enclenques. Estudiantes y maestros, monaguillos. Tenían su propia esquina, pegada a las compuertas, donde el agua nunca se secaba por completo. El Cantil veía seguido hacia allá. No entendía a esa gente que malvivía por meterse en problemas ajenos. De los Tres Rojos lo sorprendía Mildías, la única mujer metida en ese purgatorio luminoso. Porque quiso, las monjitas parecían felices preparando el rancho. Ella no, ella se desgastaba con el resto. Al principio le había chiflado, le había soltado la libido encima. Como todos. No porque fuera atractiva, porque era lo que había. Luego de que lo decapitara con sus respuestas y un encuentro del que sacó una costilla fisurada aprendió también a quitarse de su paso. Como todos. Los demás eran gente con las manos teñidas de rojo. Por eso los tenían hasta allá, en los trabajos más pesados. Para su regeneración.

Ese día el Cantil vio a un colono que le pareció nuevo. Un hombretón con una mariposa tatuada en el pecho. Caminaba casi jovialmente con los costales de sal al hombro. Se le hizo raro, no había llegado cuerda y normalmente a los recién llegados les daban su suavizada pública. A lo mejor nunca se había fijado. Cuando pasó junto a él le susurró:

–Yo te puedo ayudar.

Tenía un acento extraño que le dio mala espina.

–Te estás confundiendo –le dijo señalando al Cuchillo–. El que se quiere huir es ése.

–Él lo que tiene son aires de grandeza. Fíjate cómo nunca cuenta lo que va a hacer cuando esté fuera, nomás lo que quiere es evadirse por evadirse. Tú no, tú sí quieres salir en serio.

Escapar. Claro que lo había pensado. A lo mejor hasta lo había soñado. No tan vívido y lleno de detalles como el Cuchillo, pero sí. Esa vida era demasiado dura para sus manos de expendedor. Sentía cómo la piel de las piernas comenzaba a aflojársele. Pronto la tendría pelada, como los otros. Y entonces sería demasiado tarde para cualquier cosa. La pena por una huida en falso era la muerte, eso lo sabía muy bien, pero quedarse era un suicidio más lento. Quería volver, reiniciar la nueva vida que la abuela le había cortado.

–No me llamo así, pero me puedes decir Papilló. Piénsalo. Cuando crezca en ti, me buscas.El Cuchillo le dio un golpe en el hombro.

–¡Deja de papalotear! ¿Qué chingados haces? El cabo te trae calado.

El Cantil retomó la lata. Ya no pudo contestar. Cuando se volvió, el tatuado se perdía entre las ondas del aire hirviente de las eras. La melga del día fue la misma del anterior, del siguiente, de todos los que existirían. Las salinas eran la eternidad. Trabajaban de sol a sol, trabajaban con el sol, eran sol.

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