Salinas

El mejor lugar para esconder un cuerpo es donde nadie iría a buscarlo. Eso es una tautología preciosa. Hay que añadir a dónde no irían a buscarlo. ¿Adonde no van nunca? No: adonde van siempre, pero no irán en un buen rato. Así, al genio de la secrecía se le aunará el de la sorpresa. Nadie pensaba en eso mientras dejaban secar las eras. Sobre todo no Moisés, perdido como estaba desde su vuelta de María Magdalena, la mano enroscada en vendas, presta a respingar al contacto con la salmuera omnipresente en ese campamento de miasma. Había tenido que aprender a hacerlo todo con la zurda, y a su mirada errática se añadía un desaliñe general que se antojaba siniestro. Se sentó a la orilla, donde el Niño solía hacerlo antes de su exilio orquestado, y miró el espejo de agua mientras se esfumaba lentamente.

—Igualito que tus sesos —dijo Vargas con sorna.

Se mantuvo de pie para afincar su autoridad en su altura, para verlo hacia abajo también en el plano físico. Se puso contra el sol porque le gustaba el dramatismo.

—Chinga a tu madre.

—Te voy a perdonar eso porque te traigo nuevas de Aserradero. Todo va bien —anunció el hombretón.

Moisés volteó a verlo con los ojos entrecerrados a los que la posición del otro lo obligaba. Le costaba tanto, tanto trabajo pensar. Si aguzaba la vista, cruzaba las eras, el mar de luego, tras las olas se levantaba la masa amorfa de monte azuláceo. Y en el monte estaba el brillo, no lo veía, pero estaba. Y en el brillo estaba Ella. Y Ella... Se obligó. Todo va bien en Aserradero. En esta isla, no voltees hacia la otra. Se obligó. Piensa. Todo va bien en Aserradero. Hay una lista. La lista. La lista y todo irá bien en Aserradero.

—¿Armas? —dijo por fin.

—El Calafate va a tiempo —contestó Vargas, que no había parado de verlo todo ese rato, de medirlo. Pero Moisés ya estaba encarrerado, encontrar el hilo lo llevaba a la madeja, jalaba poco a poco, la lista le traía recuerdos, volvía a ser el de antes, inventarios, planes, organización, la lucha que no se hace desde abajo. Y jaló, y la lista salió entera, y cada vez más se formaba la imagen de eso que venía preparando, la estructura móvil del plan de acción, las minucias de la rebelión que gestaba desde hacía meses. Que casi había olvidado. Y el último elemento.

—¿Hombres?

—Con los cabos ya somos.

Esa insistencia tan Vargas de ponerse por delante, de hacerse el indispensable. Sin contestar la pregunta directa. Qué difícil organizar así, de frente contra los orgullos ajenos. Y ahora mediar, afirmar autoridad sin ofender. Someter ofendiendo. Cuál de las dos, qué clase de poder ejercer para no perderlo. No perder el poder nunca. Todo movimiento tenía dirigencia, aunque fuera un solo hombre. Un solo hombre era todo lo que faltaba, el resto de la junta, la asamblea completa lo seguían aunque fingieran el consenso. Él era la jerarquía que había coronado siempre esa estructura en dos dimensiones. Él le permitía al pueblo ser pueblo, la igualdad se lograba sobre una escala bien delimitada. Necesitaba meter a Vargas en ese mecanismo preciso de mandos y mociones. Pero para eso le faltaba el detalle, el punto clave que le permitiera a la política desenvolverse feliz.

—¿Tú qué ganas con esto, Vargas? Estás cómodo regenteando a los cabos.

—El director me la debe.

Y claro, una razón mezquina. A Moisés le molestaba la falta de pureza ideológica, el convencimiento y la fe ciega que hacían que una revolución girara. Le molestaba que el mundo fuera tan complejo, no poderlo dividir de tajo y exterminar al otro bando. Le ardió la mano. Todo exterminio tenía un precio. La pureza disminuía. Sus ojos quisieron volver al otro lado, a los cerros y al brillo y a Ella, a lo que había dejado allá, más que una mano, tanto más que unos dedos y tendones. Se sintió caer en horizontal, cruzar las olas vertiginosamente hacia aquel punto en el monte en el que sabía que lo esperaba. Se tropezó en la playa. Lo vio, claramente lo vio verlo. Todas sus advertencias. Tuvo que arrancarse del trance, hablar para salir a flote.

—¿Alguna vez has matado a un amigo, sólo para darte cuenta de que no era tan idiota?

La pregunta salió ridícula. Era sólo una excusa para escapar de Andrade, pero lo había metido al tema por el otro lado, tan directo por no pensarlo. Vargas se quedó en silencio, decidió humillarlo con la consciencia de su propio disparate antes de hundirlo de lleno con palabras. Se acuclilló a su lado.

—Yo de lo que me arrepiento es de no haber matado a algunos —dijo en tono confidente.

Era normal. Uno no llegaba a regentear a los cabos a base de buenas intenciones. En primer lugar tenía que ser uno de ellos, uno de esos presos que por falta de seres queridos o por pura carencia de creatividad decidían quedarse terminada la condena, la vida entera en esas islas aunque ahora del otro lado, ahora impartiendo los castigos y percibiendo el sueldo y cobrándoselas todas sobre los recién llegados, el ciclo entero cerrado y perpetuado hasta el hartazgo. Subir en esa tribu era recargarse en cadáveres y espaldas rotas. Y Vargas llevaba arriba mucho tiempo, lo suficiente para que ya nadie lo cuestionara, para que cualquier nuevo estuviera acostumbrado a verlo ahí desde siempre, su figura imponente y amenazadora, cuidadosamente forjada a partir de la decisión fulminante de no sufrir más nunca por ser débil. No estaba acostumbrado a que lo retaran; su relación con el Niño era lo suficientemente ambigua para que los dos se sintieran satisfechos. Moisés optó por la estrategia de la ofensa.

—Así que por eso no tienes ni uno.

Pero Vargas ya estaba muy lejos para oír algo que de todos modos habría tomado con orgullo. Moisés siguió su vista hasta la esquina de las eras, a la sección que llevaba meses clausurada por la fuga de la compuerta. Por fin la habían arreglado. Y de la salmuera en retirada emergía por fin un bulto, amorfo primero, pero cada vez más antropo-, las letras faltantes colgándosele como los cristales de sal que lo recubrían entero, la mano apuntalada en su búsqueda de superficie, el tajo en la garganta cristalizado en su gesto de horror.

—Luego hablamos —dijo el capataz, sonriente—. Voy a divertirme de lo lindo.

Compartir:

Escríbeme

Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

hugo@hugolabravo.com