Metafísica de los tubos

Amélie Nothomb

Salió primero aquí.

Al principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni baldía: no refería a nada más que a sí misma. Y vio Dios que eso era bueno. Por nada en el mundo habría creado algo. La nada no sólo le convenía: lo colmaba.

Dios tenía los ojos perpetuamente abiertos y fijos. Si hubieran estado cerrados, nada habría cambiado. No había nada que ver y Dios no miraba nada. Estaba pleno y denso como un huevo duro, del que tenía también la redondez y la inmovilidad.

Dios era la satisfacción absoluta. No deseaba nada, no esperaba nada, no percibía nada, no rehusaba nada y no se interesaba en nada. La vida era a tal punto plenitud que no era la vida. Dios no vivía, existía.

Su existencia no había tenido para él un principio perceptible. Algunos grandes libros tienen unas primeras frases tan escandalosas que se las olvida de inmediato y se tiene la impresión de estar instalado en la lectura desde el inicio de los tiempos. De igual manera, era imposible notar el momento en el que Dios había comenzado a existir. Era como si hubiera existido desde hacía mucho.

Dios no tenía lenguaje y por lo tanto no tenía pensamiento. Era saciedad y eternidad. Y todo eso demostraba de manera absoluta que Dios era Dios. Y esa evidencia no tenía importancia alguna, pues a Dios le valía soberanamente madres ser Dios.


Los ojos de los seres vivos poseen la más sorprendente de las propiedades: la mirada. No hay nada más singular. No se dice de las orejas de las creaturas que tengan una “escuchada”, ni de sus narices que tengan una “olida” o una “olfateada”.

¿Qué es la mirada? Es inexpresable. Ninguna palabra puede acercarse a su extraña esencia. Y sin embargo, la mirada existe. Incluso hay pocas realidades que existen en ese momento.

¿Cuál es la diferencia entre los ojos que tienen mirada y los que no la tienen? Esa diferencia tiene un nombre: es la vida. La vida comienza ahí donde comienza la mirada.

Dios no tenía mirada.

Las únicas actividades de Dios eran la deglución, la digestión y, consecuencia directa, la excreción. Esas actividades vegetativas pasaban por el cuerpo de Dios sin que se diera cuenta. El alimento, siempre el mismo, no era lo suficientemente emocionante como para que lo notara. El estatus de la bebida no era distinto. Dios abría todos los orificios necesarios para que los alimentos sólidos y líquidos lo atravesaran.

Es por eso que, en este estadio de su desarrollo, llamaremos a Dios el tubo.

Hay una metafísica de los tubos. Slawomir Mrozek escribió sobre las mangueras con propósitos que no se sabe si son confusos o soberbiamente desternillantes. Puede que sean todo eso a la vez: los tubos son mezclas singulares de lleno y vacío, de la materia hueca, una membrana de existencia protegiendo un haz de inexistencia. La manguera es la versión flexible del tubo: esa blandura no la vuelve menos enigmática.

Dios tenía la flexibilidad de la manguera, pero permanecía rígido e inerte, confirmando así su naturaleza de tubo. Conocía la serenidad absoluta del cilindro. Filtraba el universo y no retenía nada.




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Los padres del tubo estaban preocupados. Convocaron médicos para que examinaran el caso de ese segmento de materia que parecía no vivir.

Los doctores lo manipularon, le dieron golpecitos en algunas articulaciones para ver si tenía reflejos y constataron que no los tenía. Los ojos del tubo no pestañearon cuando los galenos los examinaron con una lámpara.

–Este niño nunca llora, nunca se mueve. Ningún sonido sale de su boca –dijeron los padres.

Los médicos diagnosticaron una “apatía patológica”, sin darse cuenta de que había ahí una contradicción en los términos:

–Su hijo es un vegetal. Es muy preocupante.

Los padres se aliviaron por lo que tomaron por una buena noticia. Un vegetal era vida.

–Hay que hospitalizarlo –decretaron los doctores.

Los padres ignoraron esa exhortación. Ya tenían dos hijos que pertenecían a la raza humana: no les parecía inaceptable tener, además, progenie vegetal. Incluso estaban casi enternecidos.

Lo llamaron gentilmente “la Planta”.


En eso se equivocaban todos. Pues las plantas, incluidos los vegetales, por tener una vida imperceptible al ojo humano, no tienen menos vida. Se estremecen al aproximarse la tormenta, lloran de júbilo al levantarse el día, se curten de desprecio cuando se las agrede y despliegan la danza de los siete velos cuando es temporada de polen. Tienen una mirada, sin duda, incluso si nadie sabe dónde están sus pupilas.

El tubo, en cambio, era pasividad pura y simple. Nada lo afectaba, ni los cambios de clima, ni la caída de la noche, ni los cien pequeños disturbios de la cotidianeidad, ni los grandes misterios indecibles del silencio.

Los sismos quincenales del Kansai, que hacían llorar de angustia a sus dos hermanos mayores, no tenían ninguna influencia sobre él. La escala de Richter, eso estaba bien para los demás. Una noche, un sismo de 5.6 sacudió la montaña en la que se encumbraba la casa; placas de techo se desmoronaron sobre la cuna del tubo. Cuando lo sacaron era la indiferencia misma: sus ojos enfocaban sin verlos a esos rústicos que habían venido a molestarlo debajo de los escombros en donde estaba tan calientito.

Los padres se divertían con la flema de su Planta y decidieron ponerla a prueba. Dejarían de darle de beber y de comer hasta que reclamara: así acabaría por reaccionar.

Los cazadores se convirtieron en presas: el tubo aceptó la inanición como aceptaba todo, sin la sombra de una desaprobación o de un asentimiento. Comer o no comer, beber o no beber, le daba lo mismo: ser o no ser, ésa no era la cuestión.

Al término del tercer día, los espantados padres lo examinaron: había adelgazado un poco y sus labios entreabiertos estaban desecados, pero no parecía irle peor. Le administraron un biberón de agua azucarada que engulló sin pasión.

–Este niño se habría dejado morir sin quejarse –dijo la madre, horrorizada.

–No hay que decirle a los médicos –dijo el padre–. Nos tomarían por sádicos.

De hecho, los padres no eran sádicos: simplemente estaban aterrorizados de constatar que su retoño estaba desprovisto de instinto de supervivencia. Se les ocurrió la idea de que su bebé no era una planta, sino un tubo: rechazaron inmediatamente ese pensamiento insoportable.

Estaba en la naturaleza de los padres ser despreocupados y olvidaron el episodio del pequeño. Tenían tres hijos: un niño, una niña y un vegetal. Esa diversidad les agradaba aún más cuanto que los dos mayores no dejaban de correr, de saltar, de gritar, de pelearse y de inventar nuevas tonterías: siempre había que estar detrás suyo para vigilarlos.

Con el último, por lo menos, no tenían ese tipo de preocupaciones. Podían dejarlo días enteros sin niñera: lo encontraban en la noche en una posición idéntica a la de la mañana. Le cambiaban el pañal, lo alimentaban, eso era todo. Un pez rojo en una pecera les habría dado más trajín.

Además, de no ser por su ausencia de mirada, el tubo era de apariencia normal: era un lindo bebé tranquilo que podían mostrar a los invitados sin sonrojarse. Los otros padres hasta tenían celos.

En realidad, Dios era la encarnación de la fuerza de inercia: la más fuerte de las fuerzas. La más paradójica, también: ¿qué hay más extraño que ese implacable poder que emana de lo que no se mueve? La fuerza de inercia es la potencia de lo larvario. Cuando un pueblo rehúsa un progreso fácil de poner en marcha, cuando un vehículo empujado por diez hombres se queda en su lugar, cuando una idea de la que se ha probado la inanidad continua perjudicando, uno descubre, pasmado, la espantosa influencia de lo inmóvil.

Tal era el poder del tubo.


Nunca lloraba. Incluso en el momento de su nacimiento, no había emitido ninguna queja ni ningún sonido. Sin duda no consideraba al mundo ni trastornante ni conmovedor.

Al principio, la madre había intentado darle pecho. Ningún brillo se había despertado en el ojo del bebé a la vista de la ubre nutridora: se quedó cara a cara con ésta sin hacer nada al respecto. Ofendida, la madre le deslizó el pezón en la boca. A penas y Dios lo chupó. La madre decidió entonces no amamantarlo.

Tenía razón: el biberón correspondía mejor a su naturaleza de tubo, que se reconocía en ese recipiente cilíndrico, mientras que la rotundidad mamaria no le inspiraba ningún lazo de parentesco.

Así, la madre le daba el biberón varias veces al día, sin saber que de ese modo aseguraba la conexión entre dos tubos. La alimentación divina concernía a la plomería.


“Todo fluye”, “todo es movimiento”, “no se puede entrar dos veces en el mismo río”, etc. El pobre Heráclito se habría suicidado si hubiera conocido a Dios, que era la negación de su visión fluida del universo. Si el tubo hubiera poseído una forma de lenguaje, habría contestado al pensador de Éfeso: “Todo se cuaja”, “todo es inercia”, “siempre se entra en el mismo pantano”, etc.

Afortunadamente, ninguna forma de lenguaje es posible sin la idea de movimiento, que es uno de sus motores iniciales. Y ninguna especie de pensamiento es posible sin lenguaje. Los conceptos filosóficos de Dios no eran, pues, ni pensables ni comunicables: no podían por lo tanto dañar a nadie y eso era bueno, pues semejantes principios habrían minado la moral de la humanidad por mucho tiempo.


Los padres del tubo eran de nacionalidad belga. Por lo tanto, Dios era belga, lo que explicaba todos los desastres desde el inicio de los tiempos. No hay nada sorprendente: Adán y Eva hablaban flamenco, como lo demostró científicamente un sacerdote del país plano, hace algunos siglos.

El tubo había encontrado una solución ingeniosa a las querellas lingüísticas nacionales: no hablaba, nunca había dicho nada, ni siquiera había producido el menor sonido.

No era tanto su mutismo lo que inquietaba a sus padres, sino su inmovilidad. Llegó a la edad de un año sin haber esbozado su primer movimiento. Los otros bebés daban sus primeros pasos, sus primeras sonrisas, sus primeros cualquier cosa. Dios, por su parte, no dejaba de efectuar su primer nada de nada.

Por eso era aun más extraño que creciera. Su crecimiento era de una normalidad absoluta. Era el cerebro el que no seguía. Los padres lo miraban perplejos: tenían en su casa una nulidad que ocupaba cada vez más lugar.

Muy pronto la cuna resultó demasiado pequeña. Dios dormía en el cuarto de sus padres. No los molestaba, era lo menos que se podía decir. Una planta verde habría sido más ruidosa. Ni siquiera los miraba.


El tiempo es una invención del movimiento. Aquél que no se mueve no ve pasar el tiempo. El tubo no tenía consciencia de la duración. Alcanzó la edad de dos años como si hubiera alcanzado la de dos días o la de dos siglos. Todavía no había cambiado de posición ni había intentado cambiarla: permanecía acostado sobre la espalda, los brazos a lo largo del cuerpo, como una efigie minúscula.

La madre lo tomó por las axilas para ponerlo de pie; el padre puso las pequeñas manos sobre los barrotes de la cama-jaula para que le viniera la idea de sostenerse de ellos. Dejaron el edificio así obtenido: Dios cayó de espaldas y, nulamente afectado, continuó su meditación.

–Le hace falta música –dijo la madre–. A los niños les gusta la música.

Mozart, Chopin, los discos de los 101 Dálmatas, los Beatles y el shaku hachi produjeron en su sensibilidad una idéntica ausencia de reacción.

Los padres renunciaron a convertirlo en músico. Renunciaron también a convertirlo en humano.


La mirada es una elección. Aquél que mira decide concentrarse en tal cosa y por lo tanto forzosamente excluir de su atención el resto de su campo visual. Es por eso que la mirada, que es la esencia de la vida, es una negación.

Vivir significa negar. Aquél que acepta todo no vive más que el orificio del lavabo. Para vivir, hace falta ser capaz de ya no poner en el mismo plano, por encima de uno, a la mamá y al techo. Hay que negar alguno de los dos para elegir interesarse ya sea en la mamá o ya sea en el techo. La única mala elección es la ausencia de elección.

Dios no había negado nada porque no había elegido nada. Es por eso que no vivía.

Los bebés, al momento de su nacimiento, gritan. Ese alarido de dolor ya es una rebelión, esa rebelión ya es una negación. Es por eso que la vida comienza el día del nacimiento, y no antes, digan lo que digan algunos.

El tubo no había emitido el más mínimo decibel durante el parto.

Sin embargo, los médicos habían determinado que no estaba ni sordo, ni mudo, ni ciego. Solamente era un lavabo al que le faltaba el tapón. Si hubiera podido hablar, habría repetido sin tregua esa única palabra: “sí”.


La gente profesa un culto a la regularidad. Les gusta creer que la evolución resulta de un proceso normal y natural; la especie humana estaría regida por una suerte de fatalidad biológica interior que la condujo a dejar de andar en cuatro patas a la edad de un año o a dar sus primeros pasos después de algunos milenios.

Nadie quiere creer en los accidentes. Éstos, expresiones ya sea de una fatalidad exterior, lo que ya es enojoso, o bien del azar, lo que es peor, están desterrados del imaginario humano. Si alguien osara decir: “Fue por accidente que, hacia la edad de un año, di mis primeros pasos” o: “Fue por accidente que, un día, el hombre jugó al bípedo”, sería inmediatamente considerado un loco.

La teoría de los accidentes es inaceptable porque deja suponer que las cosas podrían haber sucedido de otra manera. La gente no admite la idea de que a un niño de un año no se le ocurra caminar; eso significaría admitir que al hombre podría no habérsele ocurrido caminar en dos patas. ¿Y quién podría creer que una especie tan brillante podría no haber soñado con ello?

El tubo, con dos años, ni siquiera había intentado el cuadrupedismo, ni tampoco el movimiento. Tampoco había intentado el sonido. Los adultos deducían de ahí que tenía un bloqueo en su evolución. Nunca habrían podido deducir que el bebé no había tenido todavía un accidente; ¿pues quién podría creer que, sin accidente, el hombre permanecería perfectamente inerte?

Hay accidentes físicos y accidentes mentales. La gente niega rotundamente la existencia de los segundos: nunca se habla de ellos como motor de la evolución.

Sin embargo, no hay nada más fundamental en el devenir humano que los accidentes mentales. El accidente mental es un grano de polvo entrado por azar en la ostra del cerebro, a pesar de la protección de las conchas cerradas de la caja craneana. De pronto, la materia blanda que vive en el corazón del cráneo es perturbada, alarmada, amenazada por esa cosa extraña que se deslizó dentro; la ostra que vegetaba en paz activa la alarma y busca una defensa. Inventa una substancia maravillosa, el nácar, envuelve con ella la partícula intrusa para asimilarla y crea así la perla.

Puede suceder que el accidente mental sea secretado por el cerebro mismo: son los accidentes más misteriosos y los más graves. Una circunvolución de materia gris, sin motivo, da a luz una idea terrible, a un pensamiento espantoso. Y, en un segundo, se terminó para siempre la tranquilidad del espíritu. El virus opera. Imposible detenerlo.

Entonces, obligado y forzado, el ser sale de su torpeza. A la pregunta horrible e informulable que lo asedió, busca y encuentra mil respuestas inadecuadas. Se pone a caminar, a hablar, a adoptar cien actitudes inútiles con las que espera resolverla.

No sólo no la resuelve, sino que empeora su caso. Mientras más habla, menos entiende, y mientras más camina, más anda en círculos. Muy pronto extrañará su vida larvaria, sin atreverse a confesarlo.

Sin embargo, existen seres que no sufren la ley de la evolución, que no tienen un accidente fatal. Son los vegetales clínicos. Los médicos examinan su caso. En realidad, son lo que querríamos ser. Es la vida la que debería ser considerada un mal funcionamiento.

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