San Blas-Guadalajara

Jurado Colítez desembarcó en San Blas con sus veinte pesos intactos. En el muelle lo esperaba el comandante de distrito con una sonrisa aceitosa.

–¿Tú eres el libre?

–Sí.

–Son inconfundibles, parecen venaditos asustados. ¿A ver los papeles?

Jurado buscó en los bolsillos hasta extraer un buñuelo de hojas ligeramente húmedas por el moho de la zona de carga del Tres Marías. Se lo extendió al comandante, quien lo examinó con pequeñas interrupciones marcadas por bufidos de entendido.

–Así que por vagancia.

A esas alturas ya no tenía caso repetir que era inocente. En los cinco años de presidio nadie le había creído una historia más bien sencilla. Quizás precisamente por eso. Su primera noche en Guadalajara la había pasado en una borrachera fenomenal. Venía de un municipio que llegaba sólo a secundaria, y era el primero en obtener una beca cardenista para continuar en la capital del estado. Se bebió el futuro en una sola noche de delirio. Por la mañana lo despertó un policía bigotón, lo levantó de la banca del parque en la que había instalado su sopor etílico y lo sentenció:

–Acompáñeme, joven. ¿Qué no sabe cuál es la pena por vagancia?

Cinco años o una fianza que naturalmente no tenía. Era una mala suerte tan inaudita que carecía de la menor credibilidad. Por eso sólo le dijo al comandante:

–Sí.

–Hoy no salen coches a Tepic, pero no te preocupes, que nosotros de alojamos por mientras. Siempre es un placer recibir a un libre de las Islas.

Lo escoltaron dos agentes con una amabilidad estratégicamente colocada antes de toda fuga. En la comandancia le mostraron sus aposentos: un cuarto estrecho con una tabla astillada y un hoyo en el piso, puerta de rejas. Olía a mierda. Pasó ahí las siguientes tres semanas, esperando a que llegara el anunciado coche a Tepic. Terminó utilizando cinco de sus veinte pesos para mandarle un mensaje al comandante y recordarle su existencia, y otros diez, ya que logró verlo, para convencerlo de que sólo iba de paso. Subió en el primer carro de la mañana.

El alcalde de Tepic, avisado por telégrafo, sólo comentó:

–Así que por vagancia.

Le recibió los papeles y le regaló la misma hospitalidad que en San Blas. Esta vez fueron dos meses. Con fondos insuficientes para sobornar su libertad debida, tuvo que instaurar un sistema de trueque y usura que se los proveyera. Robaba a los que entraban demasiado ebrios para defenderse los paquetes de cigarrillos. Los repartía entre el resto a cambio de chácharas diversas que iban condensándose hasta alcanzar el dinero contante y sonante. Entonces el mensaje, la entrevista, el primer tren de la mañana. Como era evidente que ninguna autoridad del litoral creía en la reformación del alma, en la readaptación social o siquiera en la expiación de las culpas, en ese vagón hizo perdediza su carta de liberación. También usó el resto de sus veinte pesos iniciales para comprarle al maquinista una extensión del pasaje y burlar así el aviso telegráfico. De todos modos, en Ixtlán del Río su miseria inescondible le valió una inspección.

–¿Nombre?

–Jurado Colítez.

–¿Colítez? Qué curioso.

–Hijo de Cólito.

–Lo sé, lo sé. ¿Nombre del padre?

–Cólito.

–¿En serio? ¿Cólito Colítez?

–Fíjese que nunca lo había pensado. No, él ha de haber sido Juánez.

–No me diga. ¿Y usted a sus hijos les va a poner Jurádez?

–¿Se le hace feo?

No bastó más que ese diálogo para que lo consignaran tres días por falta de respeto a la autoridad y otros seis meses por falsificación de identidad. Salió con la convicción de no abordar otro tren ni coche oficial en su vida. No lo logró. No hubo camión de abasto que lo recogiera ni arriero que lo aceptara de comparsa. Hedía a Islas Marías. Era una maldición que exudaba en sus ruegos insistentes, en su desesperación abierta por huir de una amenaza sombría. Se tuvo que resignar. Se subió de polizón al tren de la tarde. Se aseguró bien de que fuera el expreso, no quería más escalas de meses en mazmorras de provincia.

En Guadalajara se confundió con la turba para salir de la estación sin entrevistas. Caminó incrédulo hasta la plaza. La luna competía con los faroles. Estaba cansado, de los años de encierro y de los meses de viaje. Toda la justicia le pesaba en los párpados. Vio una banca, se le antojó mullida tras tanto tablón desvencijado.

–Acompáñeme, joven –lo despertó un policía de bigote autoritario–. ¿Qué no sabe cuál es la pena por vagancia?

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